domingo, 20 de septiembre de 2020

Fidel y el juicio del Moncada


El 21 de septiembre de 1953 inició el juicio del Moncada. Así lo revive Fidel en "Guerrillero del tiempo", de la entrañable Katiuska Blanco:

"El juicio fue en un salón. No recuerdo bien, pero creo que 
nos llevaron esposados hasta la sala, donde nos liberaron las manos, posiblemente lo concibieron así; o tal vez lo exigí en un momento determinado, porque mi actitud de desafío total continuaba. Sometí a duras pruebas, a evidencias irrefutables al gobierno de Batista, sus crímenes y atropellos. Nunca me permití el amedrentamiento, todo lo contrario, mi reacción 
natural fue desafiar, desafiar, desafiar; denunciar con pala-
bras claras todo lo horrendo acontecido, denunciarlo en voz alta y cuantas veces fuera posible.
No sé cómo no me eliminaron entonces, tal vez fue aque-
lla misma actitud lo que los detuvo en seco, por la circuns-
tancia que ya expliqué del ruido del látigo del domador que 
paraliza a las fieras, y porque a Batista le pesaba como un gran fardo el asesinato de Guiteras desde viejos tiempos ya, y tal vez no quería que otra sombra incómoda rondara su destino.
Los soldados estaban por todas partes en aquel juicio; en 
cada esquina, cada asiento, cada banco, cada hilera: soldados, soldados, soldados, más soldados, un auditorio de lujo para la denuncia que debía realizar. El fiscal comenzó su interrogatorio con cierto tono de insolencia, y yo le empecé a responder firmemente, asumí toda la responsabilidad y, al responderle al fiscal, denunciaba los crímenes. Puse en una situación muy difícil y embarazosa no solo al fiscal, sino también al tribunal. 
Invariablemente, al hacer el recuento del diálogo, evoqué el hecho de que al no poder imputarnos vínculos con el corrupto gobierno anterior, entonces trataban de endilgarnos el san benito de «comunistas», y como nos habían ocupado libros de Lenin...
(...)
El punto culminante fue cuando afirmé que el 
autor intelectual era José Martí. «¿Quién es el autor intelec-
tual?», me preguntó el fiscal imaginando tal vez que mi res-
puesta sería el silencio. «El autor intelectual es José Martí», 
respondí.
Después no quisieron hacerme más preguntas, porque 
las respuestas eran del todo inconvenientes para ellos por que entrañaban una dimensión histórica, demostraban nuestro apego, nuestra fidelidad a la tradición combativa del país, el tributo de nuestra generación a los próceres de la nación cubana, a sus legendarias luchas. Defendí la apelación a la violencia, a las armas, porque a ellas acudieron hombres como Maceo y Martí…, me aferré a la historia de Cuba. Aproveché cada resquicio, cada pequeña oportunidad, de las escasas que me dieron, para impugnar la legalidad del régimen. Y cuando parecía que todo había terminado, dije que quería asumir mi propia defensa.
No recuerdo bien a cuántas sesiones del juicio me llevaron, 
creo que solo a dos. A la segunda ya comparecí como abogado y empecé a interrogar a los militares, a los oficiales y a los soldados, y en cuanto ellos comenzaron a hablar de los muertos en combate, se puso en evidencia el asesinato. Me erigí realmente en juez. Ya había denunciado los crímenes y solicité que se levantara acta, que se registraran los testimonios. Estaba demostrando todos los crímenes, porque los jefes militares caían constantemente en contradicción en sus declaraciones. 
Se contradecían unos a otros; era la verdad a la vista. Aquello alarmó a todos, especialmente a los militares, y me regresaron por el mismo camino, siempre incierto y peligroso por lo que podrían hacer en medio del recorrido.
Cuando correspondía realizar la tercera sesión del juicio, 
ya ellos no soportaban mi presencia allí y cometieron una ar­bitrariedad, una ilegalidad: decidieron sacarme del juicio, a pesar de que yo era el principal acusado. Hay que destacar que después de que declaré, todos los compañeros, unánimemente, enfatizaban: «¡Sí! ¡Nosotros vinimos a atacar el Moncada, a luchar por la libertad de Cuba y estamos orgullosos de eso, no nos arrepentimos, estamos orgullosos de lo que hicimos!». Lo hacían con energía delante de todos los militares, del público, los jueces. Eran: ¡Ra, ra, ra!, como ráfagas de audacia y verdad. Constituía una actitud impresionante, un hecho inolvidable que me hizo admirar aún más a los valiosos jóvenes que secundaron la acción: primero se prepararon calladamente, después combatieron y, por último, afrontaron con dignidad y valentía la adversidad que sobrevino. Se les veía la hidalguía en el gesto a aquellos hombres —casi todos muy humildes— dispuestos a todo, en manos del enemigo."

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