Escuchábamos la otra noche a Fidel
Castro por televisión. Había allí amigos
de distintos matices: revolucionarios,
conservadores, intermedios... Los había
entusiastas sin flaqueza y aprensivos
sin tregua. Se interrogaba al líder de
la Revolución sobre todo lo divino y lo
humano. La implacable curiosidad
periodística, en rigor no hacía falta.
Fidel todo lo dice. Cada pregunta le
da pie no para una, sino para diez
respuestas. Nada se calla; nada
disimula; de nada se abstiene. Lo quiere
explicar todo, y de todo está enterado.
La cosa empezó a esa hora de la noche en
que aún hierven los ruidos ciudadanos.
Pasaban los faros de los automóviles a
cada momento, rasgando la sombra del
portal en que le escuchábamos como
sumidos en un rito. Fueron
transcurriendo también las horas. Cuando
Fidel terminó, soplaba ya el friecillo
de la madrugada, y el silencio arropaba
a la ciudad.
—¿Qué te ha parecido? —pregunté al más
conservador de mis amigos allí reunidos,
un abogado de grandes empresas, de
factura mental muy sólida, de fina
puntería dialéctica y de espíritu cubano
sobrio, sin aspavientos.
Se quedó un momento en silencio. Luego
respondió laboriosamente, como quien
refleja un conflicto interior.
—Este muchacho me tiene desconcertado.
Hay momentos, muchos momentos, como esta
noche, en que le escucho con algo más
que simpatía: con una profunda emoción.
Se le ve tan sincero, tan férvido, tan
entregado a su causa, tan
manifiestamente animado de un anhelo de
justicia, de dignidad y de bienestar
para todos, que parece realmente un
milagro humano... Sí, un milagro...
cubano. Algo como Martí. Pero...
—¿Pero?
—Luego me sacudo de ese trance casi
hipnótico en que sus palabras lo ponen a
uno. Pondero ciertas manifestaciones,
comparo la realidad con las cosas que
dice; exploro, sobre todo, el sentido
que tienen (o que no tienen) ciertos
argumentos, particularmente de orden
económico... Y te confieso que entonces
me alarmo, disiento, me pregunto si no
estará construyendo peligrosamente una
utopía sobre premisas hijas de su deseo
más que de la realidad... Y esto me
tiene sometido a un conflicto interior.
Yo no dudo que mi amigo era sincero;
desinteresadamente sincero, sin
cálculos. Creo que a muchos otros
cubanos, aun sin ser conservadores, aun
de los que no representan intereses,
como él, les ocurre algo parecido.
Por de pronto, es cierto eso de que
Fidel "seduce". Yo diría que tiene eso
que los españoles llaman "ángel". Un
ángel dialéctico y hasta de espada
flamígera, como los del paraíso. Pero
ángel. A veces se le percibe como en un
revuelo de alas. Otras, en la
fulguración, en el blandir del anatema.
¡Y qué fuerza de persuasión! Se está, a
lo peor, lleno de aprensiones. Que si
los fusilamientos; que si las pobres
viudas afectadas por la rebaja de los
alquileres; que si el comunismo; que si
una tendencia a calificar de
reaccionarios a cuantos disientan... A
muchos, esto los tiene no ya
preocupados, sino irritados.
Pero sale Fidel a explicar. Parece
siempre que despierta de un vasto
cansancio. Parpadea frente a las luces,
pone en ángulo las cejas, se rasca un
poco la patilla aguerrida. Y empieza a
hablar, con la voz ya algo ronca.
Explica, arguye, impreca, advierte... Va
disolviendo aprensiones. No halaga ni
miente seguridades imposibles; pero pide
por el bien de todos, por Cuba que le
duele. El conservador (hablo del
conservador de voluntad generosa, no del
acorazado de egoísmos) se siente
conmovido. Ve que este hombre, que hace
meses puso en la revolución su brazo,
ahora está poniendo su alma... El
público del programa aplaude desde sus
butacas para nosotros invisibles. Fidel
baja la cabeza, deja devanarse el
aplauso, con el lápiz clavado en el
papel, con cierto aire dulcemente adusto
en el rostro, con no sé qué expresión
grave e infantil a la vez.
Los conservadores de buena voluntad
guardan silencio. Cuando Fidel termina,
alguno se lanza a decir que sí, que está
bien, pero que habla demasiado... Yo,
que no gusto de lisonjas, y menos en
momentos como éstos, me limito a hacer
observar que Fidel se ha echado encima,
abrumadoramente, una tarea indispensable
de apóstol, de mentor revolucionario del
pueblo.
— Pero, en sustancia —me estrecha mi
amigo— ¿qué piensas tú? ¿No compartes
mis aprensiones, mis temores?
Y ya no tengo más remedio que ser
explícito.
—Te diré. Nos hemos pasado la vida (al
menos me la he pasado yo, como escritor
público) pidiendo una honda y total
rectificación de la vida cubana. Más de
una vez escribí que esto necesitaba "una
cura de caballo", "una cura de sal y
vinagre". Y ahora que eso ha llegado, me
parece de canijos asustarse...
—Pero ¿son de veras rectificaciones?
—¡Qué duda cabe!... Por lo pronto, la
Revolución ha logrado ya aquello que
Martí pedía: poner de moda la virtud. Y
yo creo que esa proscripción de la
venalidad, de la frivolidad, de la
irresponsabilidad, ha llegado con tal
fuerza acumulada de voluntad y con tanto
ímpetu, que no va a ser una simple
"moda" pasajera.
—¿Y qué más?
—Eso es algo cardinal. Otra cosa
cardinal es esta: la vida pública
cubana, cuando no fue siniestra y
sórdida, como en los últimos años, era
algo chato, menguado, sin nobleza alguna
en los empeños. No había voluntad de
nación. Vivíamos, a lo sumo, acogidos a
un optimismo rutinario, con el cuento
aquel de que la Isla era de corcho...
Ahora hay altura de propósitos en el
ambiente, voluntad creadora, decisión de
ser... Esto me parece enorme. Al lado de
eso, todo lo demás cuenta muy poco.
—¿Cómo?, ¿qué cuenta muy poco ese atacar
a los ricos, ese antiamericanismo
innecesario, esa infiltración comunista,
esos despojos inmerecidos?
—Me parece que todo eso se exagera,
francamente. Sobre todo, se lo mira sin
sentido integral e histórico. Una
revolución democrática como esta no es
cosa que pueda hacerse sin
desquiciamientos, sin desajustes, sin
tanteos, sin riesgos más o menos graves.
Mucho peor que esto esperábamos a la
caída de Batista: esperábamos una
hecatombe... Lo que importa es la visión
global —no mirar las cosas desde
el ángulo estrecho de los personales
intereses— y la visión histórica:
no contemplarlas en relación con el hoy,
sino con el mañana... Lo accesorio
siempre puede rectificarse. Hay que
estar a lo esencial.
No sé si convencí a mi amigo. Yo no
podía ser más claro, ni él entenderme
del todo. Estábamos rendidos de sueño.
Diario de
la Marina,
4 de abril de 1959, p. A-4.
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