“Acabo de ajustar y formar un tratado de paz con la Inglaterra; en él ha quedado reconocida la independencia de las colonias inglesas (…) Esta república federal nació pigmea, por decirlo así, y ha necesitado del apoyo de dos Estados tan poderosos como España y Francia para conseguir la independencia. Llegará un día en que crezca y se torne gigante y aun coloso y temible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y solo pensará en su engrandecimiento(…)”
Conde de Aranda, representante de España en la firma del acta de paz de la Guerra de las Trece Colonias por su independencia.
No se comulga con quien en nombre de libertades promueve riesgos dolorosos para la vida de los seres humanos; no se acatan disposiciones de un solo lado sobre la base de la arrogancia y la locura; no se admira a quien te desprecia y mucho menos se aspira a su condición.
Por el cumplimiento o la violación de esos principios ha transitado la historia de las relaciones entre Cuba y los Estados Unidos. Una historia que ahora mismo vive otro punto rojo de hostilidades. Y es que desde que cerró la Segunda Guerra Mundial, las crisis, la carrera armamentista y los conflictos internacionales han mantenido al mundo en la zozobra. De hecho, el secretario de Estado de Eisenhower, John Foster Dulles, declaró que Norteamérica iría, en la lucha contra el comunismo, hasta el mismo borde del barranco de la guerra nuclear.
Y no tiene que nombrarse o ser esencialmente “comunismo”. Baste con que se luche contra la injusticia social, se defienda la soberanía, se traten de distribuir mejor las riquezas o se trate de cambiar las bases atrasadas de una sociedad para bien de las mayorías: esas son razones más que suficientes para ser centro del ataque yanqui, para aparecer en una lista de terroristas, o para ser agredido de las más abiertas o suspicaces formas.
Es incomprensible, a estas alturas, que alguien crea o pueda no leer a Fidel cuando aun en el momento del gobierno de Barack Obama –en el que hubo acercamientos reales con propósitos históricos de dominación, manejados con inteligencia-, escribió en su mensaje los estudiantes de la FEU: “No confío en el gobierno de los Estados Unidos…”
Con solo repasar el texto de abril de 1823, del secretario de Estado y futuro presidente de la Unión, John Quincy Adams, que enviara a su ministro en Madrid, es suficiente para comprender la saga:
“Pero hay leyes de gravitación política como las hay de gravitación física, y así como una fruta separada de su árbol por la fuerza del viento no puede, aunque quiera, dejar de caer en el suelo, así Cuba una vez separada de España y rota la conexión artificial que la liga con ella, es incapaz de sostenerse por sí sola, tiene que gravitar necesariamente hacia la Unión Norteamericana, y hacia ella exclusivamente, mientras que a la Unión misma, en virtud de la propia ley, le será imposible dejar de admitirla en su seno.”
Así hemos vivido momentos de mucha tensión, empeñados en el no reconocimiento de nuestras guerras por la independencia, en la disimulada ayuda para librarnos luego de España y caer sobre nosotros con la fuerza de imperio; en apoyar tiranías y gobiernos corruptos, saquear nuestros recursos y convertirnos en su patio de diversiones.
José Martí lo tenía claro desde 1895: “de impedir a tiempo, con la independencia de Cuba, que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América. Cuanto hice hasta hoy y haré, es para eso”; Fidel, como buen discípulo martiano, se lo ratificó a Celia en 1958: “Al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero.”
¿Podrían dos sistemas antagónicos en su esencia lograr entenderse algún día? El carácter imperialista no combina con el respeto y la soberanía de quienes considera súbditos. Pero con muchísima fe en el mejoramiento humano, e invocando la sensibilidad, la racionalidad y la necesidad de que nuestro planeta sirva para que muchas generaciones más encuentren cobija, es que se puede albergar la esperanza de la coexistencia pacífica. Cuba siempre lo intentará.
Pero no puede haber entendimiento con quien no dialoga, con quien históricamente aspira a someterte, con quien de antemano te minimiza.
Seguimos sin entendernos, y nos demoraremos en hacerlo, mientras la base de ese “entendimiento” sea el irrespeto, la violencia y el genocidio. Cuando Caimanera no tenga clavada en su tierra la bandera de guerra imperial; cuando el pueblo deje de ser víctima de agresiones de todo tipo para someterlo por cansancio; cuando se escuche verdaderamente a las mayorías que claman por la paz y el desarrollo, se podrá dar un primer paso.
No importa ni la cantidad de leyes ni de artículos que salten de cualquier “tanque” imaginativo o de cualquier resentido que quiere negociar el futuro a su usanza. Nuestros adversarios no han logrado comprender lo que es vivir en el Caribe, al sur del Río Bravo, y con la sangre de millones latiendo en la misma lucha indómita por la libertad.
No nos entienden, definitivamente, a pesar de haberles demostrado de todas las formas posibles en épocas de machetes, fusiles, tanques o misiles nucleares, que sea cual sea el contexto, Cuba sigue teniendo claro su soberano derecho.
Mi país fue la última gran pérdida del colonialismo español en América a fuerza de machete; y la neocolonia rebelde de los yanquis que no abandonó su tradición de lucha y se zafó en revolución verde olivo, con el costo de la vida de muchos de sus valientes hijos. Quizás por esa “demora” histórica y su precio, asumimos la independencia y la soberanía con una madurez sin dobleces ni concesiones, solidaridad y lealtad sin prebendas ni mezquindades, y resolución definitiva de amor y combate.
Seguimos sin entendernos.
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